jueves, 12 de junio de 2008

El señor Manuel y la fábrica de Coca-Cola



Tuvimos que dejar nuestro barrio porteño. Mi hermana Gardenia acababa de nacer y en el “cuarto de casa” donde vivíamos, éramos multitud. Nos trasladamos a otro barrio. Ya no se veía el mar cuando llegaba de la escuela y no podía ir corriendo descalza hasta la playa. Eran altos edificios, todos iguales, sin ropa de colores tendida en los balcones. Cambiamos las estrechas y bulliciosas calles de mi querido barrio por grandes avenidas llenas de coches y autobuses que vomitaban humo.
Después de mi experiencia escolar con la Academia Lux y la señorita Martirio, llegó el momento del Instituto. Tenía más de media hora de camino hasta llegar a él. El autobús sólo era un privilegio para los días de lluvia abundante, ya que nuestra economía familiar no permitía el gasto que suponían cuatro viajes al día.
Sin embargo, el paseo hasta el Instituto tenía un aliciente: la Coca-Cola y el señor Manuel.
Más o menos a mitad de camino, estaba la fábrica que exponía su interior a través de unas grandes cristaleras que llegaban hasta el suelo. Siempre que pasaba por allí, me alucinaban esas enormes cubas de acero inoxidable, brillantes, impecables y llenas de un líquido espumoso de color chocolate que continuamente era batido por unas enormes turbinas. Después estaba la sala de embotellamiento. Miles y miles de botellas de Coca-Cola aparecían y desaparecían por un laberinto de cintas automáticas. Me gustaba el ruido ensordecedor que provocaban las botellas al chocar unas con otras. Por último, las botellas ya llenas y cerradas caían, por arte de magia, en sus correspondientes cajas de plástico rojo y eran transportadas por otra cinta hasta el interior de otra sala que no alcanzaba a ver. Me quedaba encandilada hasta que llegaba Pilar, una compañera de Instituto.
El señor Manuel siempre estaba allí, en su cabina acristalada, con su pantalón gris y su camisa blanca en la que tenía bordadas en rojo las inconfundibles letras. Todas las tardes salía de su cubículo, nos saludaba y nos echaba el mismo sermón:

- Nenas, tenéis que aplicaros, tenéis que estudiar. Las mujeres dentro de unos años tendréis el mundo en vuestras manos y debéis estar preparadas para ello. Que nadie abuse de vosotras ni os engañe…Miradme aquí, 10 horas de trabajo, mal pagado, mal mirado y sin protestar… con la edad que tengo…

La verdad sea dicha, por aquel entonces, mucha atención no le prestábamos. Pero la tarde de los viernes era especial. El señor Manuel salía de la cabina con dos grandes coca-colas fresquitas de las de medio litro, no sin antes preguntarnos si habíamos hecho los deberes durante la semana y habíamos estado atentas en clase. Al final de cada trimestre nos regalaba, a veces, una gorra; otras, unas gafas de sol de cartón o una camiseta. El decía que era un premio que nos merecíamos porque el estudio era nuestro trabajo y estábamos construyendo país, porque la juventud era el futuro, bla, bla…
Por supuesto, nuestras conversaciones con el señor Manuel y sus regalos eran absolutamente secretos y resultaban una trasgresión prohibida pero irresistible. Tomarse una Coca-cola era, en aquel momento, un privilegio sólo reservado para las grandes ocasiones. Además, estaban las leyendas urbanas que decían que si le echabas a un filete de carne un chorrito de aquel preciado líquido salían gusanos, que servía para limpiar los cristales del coche, para aflojar un tornillo oxidado, que los policías americanos llevaban garrafas de Coca-cola para limpiar la sangre de la carretera cuando había un accidente y cosas así...
El nacimiento de mi hermana Loto supuso otro cambio de residencia y con ello acabaron los encuentros y conversaciones con el señor Manuel. Lo vi años después, en una visita que organizó el Instituto a la fábrica. Pilar y yo estábamos emocionadas no por la visita, sino por saludar al Señor Manuel y decirle que ya estábamos en el último curso y que al año siguiente iríamos a la Universidad. Él nos reconoció al instante, nos dedicó una gran sonrisa y un fuerte apretón de manos, pues ya éramos unas mujeres hechas y derechas, nos dijo. Y como siempre inició la retahíla de preguntas sobre nuestros estudios. Le contamos nuestros proyectos e ilusiones. Entonces sacó un pañuelo de su bolsillo, con la excusa de que le picaban los ojos a causa de toda la porquería que echaba la fábrica. Se había emocionado.
Se despidió de nosotras y con un guiño picarón nos dijo:

- Dad caña a esta gente, ya sabéis que son unos explotadores...

Y así fue, como adolescentes “progres” de aquella época hicimos lo que creímos unas inconvenientes e incómodas preguntas que el gerente respondió con toda soltura, sin perder la compostura y con una irónica sonrisa en sus labios... Y con la ingenuidad propia de la edad, tuvimos un gesto digno y solidario, puramente testimonial, con todos los explotados y explotadas del mundo: nos negamos a coger las camisetas y gorras con las que nos querían obsequiar. Salimos todas con el corazón en la boca, habíamos hecho una “gran hazaña”, no nos íbamos a vender por unas camisetas, por mucha multinacional que fuera.
No volví a ver al señor Manuel, pero forma parte de la lista de personas entrañables que conforma el mosaico de tu vida.
La fábrica ya no existe. Fue demolida y en su lugar se van a construir pisos. La asociación de vecinos y vecinas del barrio se opuso a su demolición. Querían conservar el edificio para uso deportivo y cultural.
Pero ya se sabe, la “pela es la pela”, “la chispa de la vida” y siempre manda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario