domingo, 7 de marzo de 2010

Jugamos con el diccionario

Las profesoras de lengua siempre buscan como amargarle la vida a una. Esas propuestas “tan creativas” “tan originales”… Ahora, a mi querida profesora se le ha ocurrido no se qué absurdo ejercicio para que nos familiaricemos con el diccionario, como si no tuviéramos cada una nuestra propia familia.
Bueno, sigo las instrucciones del ejercicio: que abra una página cualquiera. Ya. Que elija cuatro o cinco palabras. Estoy en ello… Por fin me decido: neceser, nécora, necrófago, nectarina, negar. Sigo con las instrucciones, ¿qué ahora tengo que escribir una historia?... Esto es increíble… Definitivamente se le ha ido la olla.
Esta historia se desarrolla entre las páginas 2040-2041 de un tomo-tocho que tengo en casa. Resulta que me encuentro con una nécora muy asustada, pues la persigue un necrófago, psicópata que se alimenta, según el diccionario, de cadáveres. Por mucho que le explica la nécora al necrófago que está viva, él está muy necesitado, ya que con la crisis la gente no quiere morirse por no hacer gastos innecesarios a las familias. Continúo página abajo, y ahí una hermosa y sensual nectarina, neceser en mano, se niega a deshacerse de sus cremas y perfumes, digan lo que digan las nuevas normas de los aeropuertos… Finalmente, le arrebatan su preciado neceser y llora desconsoladamente. El necrófago, sensibilizado con los más desfavorecidos, la consuela. Ella, entre sollozos y sorbiéndose los mocos le dice:
- ¡Antes muerta que viajar en avión!
- Ahí le doy toda la razón.

El maniquí


Nunca me habían gustado los maniquís, tan inexpresivos, tan ausentes. Sin embargo, todas las mañanas me paraba delante de ese escaparate como arrastrada por una extraña fuerza que me atraía y me obligaba a mirar a hurtadillas, la figura altiva e inmóvil del maniquí. De los escaparates, más que los artículos que en ellos se exponían, siempre me había gustado ver mi figura reflejada en los cristales. En casa no tenía espejos de cuerpo entero, así que aprovechaba mis paseos por las tiendas para poder mirar el aspecto que llevaba.
Desde hacía algún tiempo, la figura del maniquí me obsesionaba, creía que había algo en él que lo hacía diferente a los demás. Me puse manos a la obra. Saqué la vieja cámara de fotos y fotografié decenas y decenas de maniquíes. Tuve que dejar pronto esta repentina afición, pues resultaba muy difícil encontrar carretes para mi antigua y obsoleta cámara.
Decidí revelar los carretes en casa, pues tenía un pequeño cuarto donde todavía conservaba una ampliadora de las de antes y algunos botes de líquidos propios para la ocasión. Imaginé, por un momento la cara de Manolo, el de la tienda de fotos, pensaría que se me había ido la pinza… fotos de maniquíes.
Después de intensas horas de revelado, nada. Todos eran iguales, los mismos rasgos, la misma mirada perdida, la palidez de su cara, nada de nada. Opté por olvidarme del tema y cambiar mi ruta de paseo.
Meses después, recibí una llamada de mi amiga Lucía. Estaba en Madrid, de turismo urbanita. Quedamos para tomar café. Lucía estaba como siempre, dicharachera, habladora pero algo en sus gestos y en su mirada me hizo dudar de su buen ánimo. Cómo nos conocíamos desde hacía muchos años y habíamos compartido siempre casi todo lo que nos pasaba, le pregunté directamente.
- Lucía, estás rara. ¿Algo que contar?
- Violeta, pensarás que estoy loca.
- Bueno, eso no es nada nuevo…
- Que no, Violeta, que me están pasando cosas extrañas. No te rías, estoy obsesionada con un maniquí, tanto que creo verlo en todas partes. Ahora mismo, está aquí. Nos separan dos mesas. Mira con disimulo, por favor- susurró Lucía.
Me quedé petrificada. Era él.