domingo, 1 de junio de 2008

Capítulo II: El secreto (Violetas con historia)

Allí estábamos las tres, muertas de risa y diciendo barbaridades e improperios, como siempre hacemos cuando estamos nerviosas o nos preocupa algo. Habíamos quedado en vernos y charlar antes de acudir a la cita acordada con Olivia Menta. Sentadas alrededor de una mesa, tomando café y fumando como unas posesas, elucubrábamos sobre el misterioso legado de la abuela Violeta, pues habían pasado más de veinte años desde su fallecimiento.
Pensamos que tal vez nos hubiera regalado aquella foto color sepia que tanto nos gustaba a toda la familia y que había provocado no pocas discusiones sobre su destinatario final cuando no estuviera mi abuela en este mundo. Aquella imagen era increíble. En el centro de la foto estaba la abuela, rodeada por sus cinco, entonces jóvenes, hijas. Todas vestían de negro y llevaban un delantal blanco ribeteado con encajes de blonda. A la altura de su cintura había una mesa con una gran bandeja de mimbre, alfombrada con hojas de higuera, en la que había decenas y decenas de pescados y mariscos frescos. Mis tías estaban sonrientes y relajadas, se notaba que se habían acicalado para la ocasión. Mi abuela, en el centro, firme y erguida como un palo, tenía los brazos puestos en jarra como diciendo “aquí estoy yo”.
Desechamos esta idea porque no sabíamos como relacionarla con Olivia Menta y el AUM. Mi hermana Gardenia, siempre creativa para dar soluciones, sugirió que quizás hubiera en el portarretratos un documento oculto que… Le dijimos que había visto muchas películas y a otra cosa mariposa.
Tampoco podía tratarse de dinero porque la abuela no tenía un duro. Sus hijas Marina y Enriqueta, que estaban solteras y eran económicamente independientes, se encargaron de que nada le faltase. Mis hermanas apuntaron la posibilidad de unos ahorrillos. Negué categóricamente. Gardenia y Loto me preguntaron porque estaba tan segura, quizás cabía la probabilidad de que hubiera ahorrado su pensión. Que no, que no podía ser y ya está. Ante mi obstinada respuesta, mis hermanas iniciaron el ataque.
- Pues tú sabes algo y no lo quieres decir-me inquirió Loto.
- Venga, suelta por esa boquita…-me animó Gardenia.
Con la cara más seria que fui capaz de poner, les solté:
- La abuela Violeta era ludópata.
Las caras de mis hermanas eran un poema. Y las dos al unísono:
- Pero que diiiiices…
- Sí, era un secreto familiar, pero ya veis, no lo puedo ocultar por más tiempo- dije con solemnidad.
- No me dirás que jugaba al póker o era una binguera- alucinaba Loto.
- No, era algo peor, era una ludópata del parchís.
Pasamos tres segundos en silencio, hasta que no pude aguantar más y me dio un ataque de risa que fue correspondido con una avalancha de insultos, protestas y manotazos que no pude esquivar.

Les conté que la abuela Violeta se gastaba su escasa paga mensual en aquellas antológicas partidas de parchís que jugaba con su hija Magdalena y sus dos vecinas. Mis hermanas no recordaban aquel episodio porque Loto todavía no estaba en el mundo y Gardenia era muy pequeña. Me animaron a contar la historia.
Mi tarea de todas las tardes de verano, durante varios años, fue acompañar a mi abuela a casa de mi tía Magdalena. Esta situación no estaba exenta de secretos y peligros. Esperábamos a que mis tías Marina y Enriqueta durmieran la siesta, para salir sigilosamente porque teníamos prohibido visitar a mi tía. Magdalena. Teníamos que bajar dos pisos por una escalera angosta y oscura. Era un como espectáculo de funambulismo. Mi abuela bajaba dos o tres escalones, después se daba la vuelta y yo la ayudaba a poner sus manos en el suelo. Como podía, pasaba entre su oronda figura y la pared para situarme la primera por si se caía, pararle el golpe. Entonces, de espaldas y a gatas, bajabamos el resto de escalones con muchísima dificultad, pero eso sí, muy motivadas las dos, ella por el juego y yo porque siempre pillaba alguna chuchería o unas monedillas. Ahora pienso que podríamos habernos matado las dos, ella con casi ochenta años y yo con apenas ocho o nueve, niña flaca y larguirucha.
Con todo el calorín de las cuatro de la tarde, llegábamos a casa de mi tía que ya tenía una mesa preparada en medio de la acera. Y empezaba el juego, a cinco duros la partida. ¡Cinco duros, cada una! La que ganaba se llevaba 20 duros que por aquel entonces era un dinerillo. La tarde pasaba y mi abuela también pasaba del enfado al llanto. No ganaba ni una partida. Entonces, acusaba a mi tía Magdalena de que le hacía trampas. Y era verdad. Yo lo sabía, bueno sabía más, todas en aquella mesa hacían fullerías. Retrasaban las fichas ajenas y adelantaban las propias. Si percibían que yo me había dado cuenta, me guiñaban un ojo y ya sabía que tenía que callar. Era el momento de liar una zapatiesta monumental. Mi abuela decía que mi tía Magdalena era una mala hija, que no la quería, que eso no se le hacía a una madre… Mi tía le decía que como no la iba a querer, pero mi abuela, erre que erre, hasta que la otra se cansaba y le decía que era verdad que no la quería y que no volviera más, porque no sabía perder...Más lloraba mi abuela. La verdad es que teníamos al vecindario muy entretenido.
Despacito, con mi abuela cogida de la mano, llorando como una descosida, desandábamos el camino y retomábamos el imprudente ascenso por aquella escalera, ahora de cara y a cuatro patas. Mis tías nos estaban esperando con cara de pocos amigos. Otra zapatiesta, pero esta vez recibíamos las dos. Ella por su irrefrenable adicción al parchís y yo por acompañarla en aquella aventura insensata. Durante los dos días siguientes, nos castigaban y no podíamos salir por las tardes, hasta que mis tías caían rendidas por el dulce sueño de la tarde y volvíamos a las andadas.
- ¡Vaya con la abuela Violeta!- comentaron mis hermanas.
Nos tomamos el enésimo café y nos dimos cuenta de que se acercaba el momento esperado. Salimos apresuradamente de la cafetería y nos dirigimos hacia la sede del AUM.
(Imagen parchís, Flickr Alcoyano)

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