domingo, 6 de julio de 2008

Una vida difícil (Capítulo VI)




“Ya son sesenta y dos las mujeres asesinadas en lo que va de año a manos de sus parejas”, la voz del locutor del telediario amplia el titular de la noticia mientras aparecen imágenes de un charco de sangre en la puerta de un bloque de pisos, unos vecinos que comentan brevemente el trágico suceso para las cámaras de televisión y el ataúd de la asesinada en el momento en que es introducido en el furgón mortuorio. Durante ese minuto, el tenedor con un trozo de chuleta de cerdo y patatas se le ha quedado a Jonatan suspendido en el aire sin llegar a su destino. Al finalizar la noticia, ha continuado engullendo la comida sin emoción, mecánicamente, y con la velocidad de un destajista. Está sólo en el pequeño salón-comedor, sentado en una mesa con un hule de plástico con dibujos de frutas, una lata de cola, sin vaso, y un plato llano que contiene la carne con patatas que come un día sí y otro también. Sobre la mesa, reposa con desaliño un paño de cocina de color oscuro, igual que los pensamientos que de manera oportunista están pasando por su mente a gran rapidez, como en una película de cine mudo. “Algo le habrá hecho al marido..., todas las mujeres son unas putas..., yo no me voy a casar nunca, pero me follaré a todas las que pille...”. Acaba su comida coincidiendo con la salida de su abuela de la pequeña cocina recién recogida.

- Tomate una fruta Jony, hay unas naranjas muy buenas del Tesorillo.
- Déjame abuela, no quiero postre. Me voy a ir que he quedado con mis amigos. ¿Y mi madre, donde está?
- Ha ido al médico para que le recete unas medicinas.
- ¿Cuándo volverá?
- No lo sé, pronto, no creo que tarde mucho.
- Bueno, me voy.

Jonatan abre la puerta y sale, mientras la abuela recoge con parsimonia el plato que ha dejado abandonado con los restos generosos de dos chuletas y de aceite, testigo mudo de la existencia de la ración de patatas fritas que tanto le gustan a su nieto, los útiles y la lata de cola. No dice nada, aunque le gustaría que Jonatan estuviese más tiempo en la casa. Tiene la certeza de que en la calle no aprenderá cosas buenas y sabe que en este barrio, como ella acostumbra a decir, “hay mucha maldad”. No obstante, Carmen es una mujer cansada que ha asumido con resignación su papel de perdedora en esta vida. La muerte de su hijo pequeño y “el problema” de Julita, la madre de Jonatan, la han sumido en una cruel derrota de la que es incapaz de sobreponerse. Por eso, las circunstancias de Jonatan la dejan ya indiferente y sólo fía al azar su imprevisible futuro. Es un fantasma cansado que ahorra las escasas fuerzas que le restan para luchar por su hija y para no repetir la terrible experiencia padecida con su hijo pequeño. Piensa que no podría llegar ahí, se dejaría morir antes. A veces, recuerda sus momentos de juventud, mientras aparenta estar viendo la novela o “el tomate”: Recién llegada del pueblo con sus padres, tenía doce añitos; los primeros tiempos los pasó de criada, limpiando miserias ajenas, con las manos rojas de restregar el trapo de fregar y de lavar las ropas de unos y de otros. Sin embargo, este pueblo en aquellos años tenía una gran vitalidad gracias a Gibraltar. Había más cabarés, teatros y cines que en muchas capitales de provincia. Ella no sabía esto porque hubiera viajado, simplemente lo oía decir a los amigos de su novio, después el “descansao” de su marido, que Dios lo tenga en su santa gloria. Manuel, que así se llamaba, no era mala persona, nunca le pegó ni le levantó la voz, pero no era un hombre resuelto que se desviviera por buscar las habichuelas para su casa. No. Trabajaba aquí y allá, en lo que le salía y nunca juntaba un duro. No fue capaz de meterse a trabajar en la colonia, con el buen dinero que se ganaba entonces allí y con el trapicheo proveniente de las cuatro cosas que se sacaban como se podía. No pudimos salir de las dos habitaciones del patio de vecinos en las que vivimos los cinco hasta que nos dieron este piso de Las Palomeras. Y eso que se nos caía el techo encima, yo tenía miedo por mis hijos. Si es por mí, que se hubiese caído, sufrimiento que me habría ahorrado. Y si es por él, igual, total para lo que me sirvió, para hacerme tres barrigas y dejarme cuando más lo necesitaba. A ver, que venga Dios y me diga si no tengo razón. Y venir aquí fue como llegar al infierno. En los años ochenta esto era un hervidero de droga, casi igual que ahora, pero mucho más descarao. Sólo que antes dominaba la heroína, el caballo como le decían, y esa droga mató a mi hijo. Le quitó la voluntad y el cariño por la familia. Un día vendió hasta el televisor para chutarse. Hay que ver lo que pasé. No sé como Dios me dio fuerzas para resistir. Y al final, cogió el SIDA y se me quedó chupao, como un cadáver andante. Menos mal que se murió, que Dios me perdone, pero fue lo mejor para todos. A menudo, como una tortura, estos y otros pensamientos persiguen a Carmen por la casa. La televisión es lo único que la distrae, menos cuando sus ojos se quedan fijos en un punto y en su cabeza se arremolinan todos sus fantasmas que parecen que estén deseosos de salir e invadir su mente. En ocasiones no sabe si está viva o muerta y llega a creer que han venido a buscarla para dejar esta vida que tan adversa le ha sido a ella y a los suyos. Por eso cree en Dios y lo tiene tan presente en sus pensamientos, como una hipoteca que le garantizará la felicidad que no ha conseguido en esta vida.

Relato corto: El sol negro

Escrito por Martín Almodóvar

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