lunes, 12 de mayo de 2008

Violetas con historia

El olvido es la carcoma de nuestra memoria que segundo a segundo, incansablemente, va horadando nuestros recuerdos infantiles.
Siempre me han gustado las historias contadas o leídas. Recuerdo, cuando era niña, las mañanas de los sábados en casa de mi abuela Violeta Arbós. Era un ritual repetido que me fascinaba. A las diez de la mañana, hijas y nueras estaban convocadas a esa cita ineludible.
Mi abuela, media hora antes, ya estaba sentada en su sillón de mimbre, en el centro de la alcoba principal, con su largo camisón blanco. Era una mujer alta, grande, hermosa. Los quilos y los años no habían borrado su físico bello y contundente.
Un par de prolongados suspiros y su inquisitiva mirada azul eran la señal convenida para el comienzo de una insólita liturgia.
Mi tía Elena colocaba a los pies de mi abuela, un gran barreño de zinc donde vertía simúltaneamente agua fría y agua caliente de dos grandes teteras. Mi abuela metía el dedo gordo del pie derecho en el barreño y asentía.
Amalia y Marina la despojaban de su camisón y mi abuela aparecía como una venus primigenia, oronda y voluptuosa. Eran Enriqueta y Elena las que se encargaban del minucioso aseo. Con suavidad frotaban cada centímetro de piel, cada recoveco, cada pliegue y arruga. Después, con el mismo empeño secaban su cuerpo con delicados toques, como si utilizaran papel secante.
Ya vestida por mis tías Amalia y Marina, era Magdalena la encargada de hacer la manicura de manos y pies.
Las nueras también tenían su cometido. Mi madre lavaba su larga y lisa melena rubia, ya entremezclada con las canas, y le hacía un moño recogido con un redecilla que sujetaba con horquillas doradas. Mi tía Carmina, con su cálido acento gallego, se ocupaba de amenizar con chismes vecinales de nuestro barrio porteño, la escena que se desarrollaba, sábado a sábado, en este peculiar gineceo.
Llegaba el merecido descanso y el café. Era el momento más anhelado por mí. Durante la animada charla que entre todas mantenían, de repente surgía la mágica frase: ¿Te acuerdas de...? Y ahí empezaban las historias. Cada una contaba la suya. Las demás escuchaban atentamente y a veces completaban el relato con pequeños detalles olvidados por la narradora. Algunas eran historias entretenidas, divertidas; otras tristes y melancólicas, pero todas eran únicas.
Estas sesiones podían terminar con escandalosos ataques de risa o con una monumental discusión que mi tía Amalia resolvía a lecherazos en la cabeza de algunas de sus hermanas o cuñadas. Ellas eran vitales, primarias y excesivas, pero auténticas.
Mi conjuro contra el olvido será contar una a una, esas historias que tanto me gustaban.
Y como ocurre con los ingredientes de una receta de cocina, mezclaré e inventaré nombres, situaciones, épocas y momentos para que las historias y sus personajes sólo tengan un leve parecido con la realidad, no vaya que se escape algún lecherazo.

1 comentario:

  1. Cada vez estoy más convencida de que las Violetas con historia deberíamos montar aquelarres, querida.

    Mírate el enlace y compruébalo... Me sirve para entretenerme en mis horas de insomnio algunas noches, aunque no todas. Lo mío es la disparidad y ese "algo" de caos, asumido y que (en el fondo) me gusta, ya lo sabes.

    Ya que te has decidido a plantar violetas en estos huertos virtuales te enseño el mío, que llevaba silenciosa y discretamente con mis herramientas de estar por casa.

    Se que cada vez que uses una palabra, que plasmes un escrito, vas a conseguir un jardín.

    Me encanta cómo escribes. Sabía de antemano que me emocionaría y me resultaría impactante.

    Te quiero más que a Proust y sus magdalenas!

    Recordando, creo que yo quizás temería más bien algún pellizco de la abuela Violeta.

    Pienso en el moño y las horquillas, tan doradas, largas. No he vuelto a ver ninguna como aquellas. Me fascinaban. Y la redecilla, la red. Sin red, no existía el recogido. Era un requisito indispensable.

    Era el ritual del peinado el que me hacía desear que si llegaba a ser anciana alguien me lavase y me cuidase así. La creía una princesa de cuento, un personaje a quién le lustraban y desenredaban su rubio y largo cabello, apartándole la melena del rostro para que sus ojos azules grisáceos brillasen y luciesen muchísimo más.

    Qué mujer más guapa, pensaba, mirándole las arrugas de las manos y estirándole el pellejo del dorso sin explicarme cómo podía dar tanto de sí. Hasta que de un manotazo me daba a entender que la molestaba.

    Sra. Turpin, Violeta, por favor, sigue poniendo flores en el mundo que yo estaré atenta para recoger las semillas, los brotes y prepararte, si es el caso, los esquejes.

    Te quiero, te añoro amablemente, y ahora te siento mucho más cercana.

    La Violeta hipnotizada y nocturna

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