Yo estudié en el Instituto Infanta Isabel de Aragón de Barcelona. Un
instituto público peculiar, en un barriada, La Verneda, que podríamos calificar
hoy, como un centro de compensatoria. La Verneda era un barrio obrero, con
altos pisos y pocas zonas verdes, carente de atractivo urbano. El instituto no
estaba en mi barrio, pues por aquel entonces había pocos centros públicos y
mucha demanda. Había listas de espera interminables y podían pasar dos o tres
años para que hubiera una plaza escolar libre. Mi familia, como muchas otras en
aquellos años, no podía permitirse el lujo de pagar un colegio privado. Así que
todos los días tenía que andar más de media hora hasta el instituto. El autobús
suponía un lujo, solo permitido en los días de lluvia o mucho frío.
Pero mi instituto era especial no solo porque era femenino, sino
porque había una mezcla de alumnas un tanto extraña. Por una parte las que
veníamos andando o en autobús y otras que llegaban acompañadas por sus padres
en lujosos coches. Años después comprendí esa extraña variedad.
Mi instituto tenía cuatro plantas. En la primera planta había un gran
vestíbulo con dos escalinatas por las que se accedía a las plantas superiores. Allí,
arriba, entre las dos escaleras, nos recibía todas las mañanas, sin faltar un
solo día, nuestra directora, Angels Ferrer i Sensat, con un periódico en sus
manos.
- ¡Buenos días, nenas! Vamos a ver lo que hoy ha pasado por el mundo.
Y con un gesto de su anciana mano, todas, casi a la vez, nos sentábamos
en el suelo y escuchábamos la noticia que había elegido para ese día. Éramos más
de 500 o 600 alumnas, niñas y adolescentes, embobadas por su entusiasmo y
locuacidad. Esa era nuestra primera clase de la mañana, nuestro primer cuarto
de hora de aprendizaje como ciudadanas.
A mí directora, la recuerdo menuda, ya con el pelo blanco recogido en
un moño. Era enérgica y transmitía ilusión y entusiasmo en todo lo que hacía.
Fue mi profesora de Ciencias y con ella estudiamos la flora y fauna de todos aquellos descampados
y charcas que había alrededor del instituto. Allí estaba ella, con la falda
arremangada y sus botas de agua, llenas de barro, en mitad de una charca
explicándonos no sé que de un ecosistema...
En el laboratorio de Ciencias investigábamos, clasificábamos todo lo
que habíamos recogido en aquellas disparatadas salidas para estudiar el
entorno.
Con las limitaciones políticas durante los años setenta, supo dar al
instituto un aire atípico y renovador. Ya en aquellos años había un ascensor
para las alumnas o profesores que tenían alguna discapacidad física. Teníamos
un horno de cerámica, laboratorios de idiomas y ciencias, una sala multiusos,
gimnasio donde se impartían clases de gimnasia rítmica. Siempre había
actividades lúdicas, deportivas, de convivencia. Una vez al mes íbamos al Liceo
de Barcelona a escuchar conciertos...
Quiero expresar mi admiración y respeto por Ángels Ferrer,
mujer combativa y defensora de la enseñanza pública, represaliada por el franquismo, desposeída de
su Cátedra después de la Guerra Civil. No le importó ser desterrada a un
"instituto perdido" en una barriada obrera donde la mayoría de
alumnas éramos hijas de trabajadores y desempeñar una labor docente de
excelencia.
También mi admiración y cariño al claustro de profesores y
profesoras de mi querido instituto que intentaban despertar y activar nuestras mentes adolescentes:
Al profesor de latín que antes de
declinar el rosa-rosae, los primeros diez minutos de su clase los dedicaba a
leernos "La mujer rota" de Simone de Beauvoir; a la de
Manualidades, entonces Enseñanzas del Hogar, que entre punto de cruz y patrones
de faldas nos hablaba de anticonceptivos y de sexualidad; a la de Música por aquellas
magníficas coreografías en las que nos divertíamos tanto; a las profes de
gimnasia que nos hacían bailar y disfrutar del ejercicio físico, a la de
Francés que trataba de convencernos de la importancia de los idiomas en el
futuro; al de Matemáticas por montar aquellas maravillosas obras de teatro de Bertolt
Brecht, a mi directora por conseguir que alumnas de una barriada obrera
pudieran ir al Liceo de Barcelona una vez al mes a escuchar conciertos de
música clásica.
Gracias a la Escuela Pública,
muchas de aquellas alumnas de un barrio obrero, llegamos a la Universidad y
ahora luchamos por una enseñanza pública y de calidad.
Hace poco me he enterado que la plaza donde sigue mi antiguo instituto
lleva el nombre de mi directora, Angeleta Ferrer.
Unos recuerdos muy emotivos y clarividentes de la época en que nos tocó estudiar a una generación que aprendía con ilusión y con deseos de poder compartir todo lo que habíamos aprendido a través de la enseñanza pública. Gracias compañera.
ResponderEliminarGracias a ti, Loli, simepre tan cercana y cariñosa.
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