I
Entonces reconocí la mirada de la fotografía. Pero ¿cómo era posible? Amplié la imagen hasta que sus ojos quedaron enmarcados. Era la mirada abismal, imantada, que me desajustó desde el primer día que lo vi. Siempre había estado allí, ¿cómo no me di cuenta?
No sé qué me llevó a bajar las escaleras precipitadamente, entrar en el garaje y rebuscar entre las bolsas de plástico donde, de manera desordenada, guardaba mis fotos. Enseguida comprendí que entre aquel maremágnum de muebles viejos, pantallas de ordenador obsoletas, sillas de playa y toda clase de artilugios desechables era imposible hacer nada. Mi búsqueda necesitaba organización y sistemática. La impaciencia me llevó a subir cargada con más bolsas de las que podía llevar. Tropecé con todo lo que iba encontrando a mi paso. Las bolsas se rompieron y un reguero de fotos alfombró las escaleras. Cerré los ojos y suspiré profundamente.
No recuerdo cuántos días pasé sin salir de aquella habitación, sin apenas comer y desoyendo las llamadas a mi móvil.
Por fin logré ordenar, como en una secuencia cinematográfica, las instantáneas de mi vida. Él aparecía de manera tozuda y persistente. ¿Qué significaba todo aquello?
II
Recordé la primera vez que cruzamos nuestras miradas. Yo, como todas las mañanas cumplía la tarea diaria de ir a la panadería del barrio a comprar el desayuno: croissant para mi hermana Loto, ensaimada para mi hermana Gardenia, una trenza de hojaldre para mí…
Por la mañana temprano, siempre me cruzaba con las mismas personas. Mi vecina Lourdes que también iba a por el pan, los trabajadores de los talleres del barrio que se dirigían al bar de la esquina a tomarse su café acompañado de un sol y sombra. Pero un buen día apareció él o siempre había estado allí y simplemente no me había dado cuenta.
No era ni alto ni bajo, ni especialmente guapo, pero vi algo en sus ojos que me paralizó. No puedo decir que me gustara, pero su mirada me inquietó.
También coincidíamos, alrededor de las cuatro de la tarde, en la parada del autobús que me llevaba al instituto. Yo disimulaba y cuando creía que él no me miraba, aprovechaba para espiarlo. No diré que me obsesionara pero la curiosidad me llevó un día a no bajarme del autobús y seguir dos paradas más allá para ver a donde iba. Decisión absurda que me costó casi tres cuartos de hora de caminata hasta llegar a mi destino y problemas por llegar tarde a la clase matemáticas.
Un buen día dejamos de encontrarnos y olvidé el tema. Sin embargo, de vez en cuando, nos volvimos a ver de manera casual e inesperada en distintos lugares de la ciudad. Era un asunto extraño, de repente después de algunos meses o años, allí estaba otra vez, en la puerta de un cine, en la entrada a un concierto… Nunca supe su nombre y jamás cruzamos una sola palabra.
III
Me desperté con un horrible dolor de cabeza y con un zumbido insoportable en mis oídos. Era el timbre que no dejaba de sonar. María cuando se lo proponía podía ser muy persistente. Abrí la puerta y no mostré mi mejor cara.
- Pero, tía… que te ha...
María se quedó paralizada al ver el desorden del salón. Con su obsesiva disposición al orden y a la limpieza, abrió las ventanas, recogió algunos platos con restos de comida que ya olían, tiró las decenas de colillas de ceniceros y vasos. Todo esto lo realizó en el más respetuoso de los silencios. Hacía años que éramos amigas y sabía que mejor era estar callada y esperar a que mi expresión mejorara. El olor a café me devolvió a la vida.
María estaba alucinada. Miraba y miraba las fotos pegadas con chinchetas en las paredes, en los sofás, esparcidas en el suelo. Me miró arqueando sus finas cejas…
- Ahora te lo explico, deja que me tome el café…
- ¿Te ha dado un ataque de nostalgia o qué?
Antes de que pudiera contestarle, me entregó un gran sobre en el que no había ni dirección ni remite ni siquiera estaba franqueado.
- Lo he encontrado en el suelo, delante de tu puerta. ¡Qué emoción! ¡Ábrelo, tía!
Creo que me puse tan pálida que María se asustó. Presentí que algo no iba bien. Le pedí por favor que no abriera el sobre, que igual no era para mí, que sería para un vecino, pero de nada sirvió. Decenas de fotografías quedaron esparcidas sobre la mesa. Y allí estaba yo en todas y cada una de ellas.
- Pero ¿quién es este tío? Oye, no está nada mal. ¿Y tú? ¿Y tú qué haces en todas las fotos? Oye... de este tío no me habías contado nada. ¡Qué calladíto te lo tenías!
- ¡Cállate, por favor!
Tiré de su brazo con violencia y la obligué a mirar mis fotos. Pero… no era posible. ..
Él había desaparecido.